Salomón y Eydileggingun

Salomón y Eydileggingun

Parte II

El consejo lo arrojó al exterior antes de que amaneciera. El frio era crudo y astringente, y la luna se escondía tras de un mar de nubes. Mientras que en el día el desierto se iluminaba, por la noche lo colores se hacían grisáceos y el camino parecía cada vez más áspero. Salomón y sus dos escoltas fueron montados en una carreta halada por perros del desierto y despachados sin ningún tipo de reparo. Sólo había una advertencia, después de dos semanas ya ninguno sería bienvenido y todo trato con Valdavia estaría anulado. Con el corazón en la mano, Salomón aceptó el reto y partió con la compañía de transporte.  

El traslado al exterior no había sido mejor. El taumaturgo se arrepentía de haber contado lo que el dios le había mostrado pero las consecuencias de no hacerlo podrían ser incluso peores. La primera vez que el pequeño Salomón tuvo una visión se la había guardado para sí mismo pensando que el consejo por su corta edad no haría nada al respecto. Pero pronto descubriría que los ancianos de Oxycrom eran todo menos misericordiosos. Su reinado era más viejo que la civilización de Valdavia y solo se mantenían en pie porque así Eydileggingun lo había dispuesto. Las razones del dios para que aquellos vejestorios permanecieran en el poder no las sabía nadie, pero Salomón intuía que se debía al estricto sistema religioso que habían logrado implementar después de la primera crisis, cuando las ramas del dios todavía eran plateadas e iluminaban la cámara central del templo. Se decía que gracias a los siete se había evitado una masacre pues el destructor había amenazado con eliminar todo Oxycrom si seguía siendo desatendido. De allí a que las ramas y raíces atravesaran todas las zonas de la ciudad. Se extendían por el suelo y las paredes, trepando y escurriéndose hasta el último de los rincones. No había lugar que no estuviera inundado por la presencia del dios, incluso los túneles que comunicaban al exterior estaban atravesados por las extremidades del árbol. Muchos creían que eran ellas las que mantenían a raya a las criaturas que se escondían en las sombras de esas galerías.  

Muchas veces Salomón tuvo pesadillas con ellas. Podía ver sus grandes ojos y la forma en que se alimentaban de la oscuridad y se fundían con ella. Nadie las había visto bien, no había retratos y nadie hablaba de cuán grandes o pequeñas eran. Una gran incógnita de los parajes desolados en los rincones de la ciudad. De qué se alimentaban era desconocido, pero muchos no habían regresado de aquellos corredores y los que lo hacían volvían con una chispa de locura en ellos. Balbuceaban incoherencia por lo menos por un mes hasta que finalmente eran purificados y llevados ante el dios para ser curados. Sólo Eydileggingun era capaz de quitar las marcas que los itam—wa habían dejado. Uno de sus maestros le había explicado alguna vez que esas criaturas fueron en un punto pedazos del árbol que se marchitaron y desprendieron del dios. Las bestias de la oscuridad habían sido una vez criaturas de la luz, pero cuando algo divino muere este no puede hacer otra cosa que sucumbir a la oscuridad. Por tanto y como el taumaturgo estaba conectado a la deidad no podía escapar de los malos sueños. 

Horas antes de que el sol saliera en el desierto las nubes se descorrieron dejando el firmamento claro ante el nuevo amanecer. Para los tres religiosos que sólo habían subido a la superficie un promedio de cuatro veces y a plena luz del día encontrarse con el cielo oscuro y profundo despuntado por pequeños diamantes era una experiencia abrumadora. Ninguno pudo pronunciar palabra por el tiempo que les duró la madrugada. Sumidos en una especie de trance contemplaron el panorama más aterrador que habían visto jamás. La imagen de la libertad. Nunca se sentirían tan libres como debajo de esas estrellas esperando que el sol se asomara por el borde de las mesetas azuladas. El tiempo se congeló por un instante y todo dejó de existir: los deberes con la orden, con el dios, con su pueblo y con la guerra. Salomón no sabía si podría volver a ser el mismo hombre que se conformaba con el brillo artificial de los cristales de la ciudad.  

No obstante, una vez el espectáculo terminó la agobiante sensación de cargar el mundo sobre los hombres regresó a posarse sobre la boca del estómago y no lo dejó dormir. Mientras sus acompañantes se rendían plácidamente a un sueño sin pesadillas el taumaturgo miró el camino entre él y su amada ciudad hacerse cada vez más largo. Las horas pasaban y el calor aumentaba, las telas que cubrían su cuerpo para mantenerlo hidratado y fresco se sentían como una vestimenta fúnebre. Trató de hallar descanso, pero cada vez que cerraba los ojos la última conversación que tenía con el dios le retumbaba en la cabeza y las imágenes de la visión se le venían encima una y otra vez. Después del mediodía, cuando la gran bola de fuego se alzaba en lo alto, logró conciliar el sueño, pero a diferencia de los otros dos taumaturgos Salomón se hundió en una marea de pesadillas.  

Lo primero que vio fue una rama más gruesa que su torso extenderse por toda la cámara principal del templo. Las lanzas ceremoniales repiqueteaban impetuosamente contra el suelo de cristal anunciando que el tiempo estaba cerca. El sonido se hacía cada vez más abrasivo y un Salomón de siete años de edad se apresuró a terminar con toda la parafernalia lo más pronto posible. El corazón le bombeaba contra las costillas mientras el techo se iluminaba ante la deidad, expectante. El pequeño estaba a punto de tocar el árbol por primera vez y todos esperaban que eso revelara que el don de la clarividencia había nacido una vez más dentro de Oxycrom. Las figuras de los siete se encontraban junto a las grandes raíces que brotaban del suelo cristalizado y todos rogaban porque finalmente alguien de sangre azul pudiera actuar en las ceremonias de año nuevo. Sus deseos fueron escuchados, con solo el niño posar una mano sobre una de las extremidades del dios éste cayó al suelo con los ojos nublados y el dolor insoportable detrás de la cabeza. Eydileggingun no le mostró nada en particular, en cambio le enseñó todo lo que alguna vez vería o podría ver.  

Las escrituras más viejas advertían que los clarividentes nacían con una cantidad finitas de visiones y estas eran mostradas de manera vertiginosa la primera vez que entraban en contacto con el dio. El impacto era tan poderoso que era imposible recordar nada y mucho menos a una edad tan corta. No obstante, cada vez que Salomón soñaba con ese día la última visión que había tenido se le mostraba mezclada con la marejada de dolor que había caracterizado a la ceremonia. Esa, tal vez, era la manera que tenía la divinidad de recordarle que sin importar cuánto tiempo pasase todavía debía llevar con la carga. El taumaturgo siempre despertaba envuelto en sudor, con el corazón acelerado y luchando por hacer entrar aire a sus pulmones. Cuando sucedió en esa ocasión sus compañeros ya estaban despiertos y lo observaban con la misma curiosidad que todos los demás. La especie de clarividentes, aunque no era extraña era un tanto escasa, además de Salomón sólo había tres más en su tiempo y todos estos provenían de Kumet. Las habilidades de los demás religiosos, aunque más útiles, no tenían nada que ver con el continuo. Tratando de encontrar consuelo, el taumaturgo se alejó de su escolta y se refugió en una esquina de la carreta.  

El camino que bordeaba las mesetas y dirigía hacia la brillante ciudad de Naxacord era largo y monótono. Incluso con la gran cantidad de colores que el desierto tenía para ofrecer los moradores de Erisdot se obstinaron de ver rocas al segundo día. Eso sí, rogaban que llegase la noche para poder tenderse boca arriba y disfrutar de las estrellas. Salomón se preguntó si en algún momento los otros dos clérigos se dignarían a entablar conversación con él, pero todo lo que llegaron a hacer fue mirarlo de manera incómoda cada vez que pensaban que él no se daba cuenta. En cambio, los dos hombres a cargo de la carreta en la que viajaban no repararon en hacer todo tipo de preguntas extrañas sobre ellos, su apariencia y sus actividades religiosas.  

Lo primero que preguntaron fue si lo que se les marcaba en la piel eran tatuajes tribales, a lo que Salomón respondió negativamente revelándoles que sólo era su sangre fluyendo a través del cuerpo. Lo siguiente que preguntaron fue por qué cada tres horas se postraban y recitaban cantos en una lengua desconocida. Los hombres encontraban hilarante toda “superchería” de las que eran capaces los moradores de Erisdot, dejándoselo muy en claro entre risas y burlas. Uno de los taumaturgos que viajaba como escolta de Salomón, quien tenía la habilidad de manipular los cuerpos bajo la lengua antigua, estuvo a punto de matar al copiloto, pero Salomón lo detuvo argumentando que así nunca llegarían a Valdavia y mucho menos regresarían a tiempo. Molesto, éste se guardó sus malas palabras para sí mismo y se dedicó a ignorar los comentarios hirientes e incrédulos de sus guías.         

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