Salomón y Eydileggingun

Salomón y Eydileggingun

Parte 1



El resplandor de las luces en el templo principal solía marearlo de vez en cuando. La voz de Eydileggingun se le metía por los oídos y se le pegaba a los huesos de una manera imposible de remover. El dios tenía la cualidad de retumbar violentamente en la cabeza de aquellos que él juzgase como dignos pero en ciertas ocasiones parecía más una maldición que un privilegio. Después de pasar horas encerrado junto a él se preguntaba si seguir buscando una salida para todo el conflicto entre Naxacord y Biacaram llegaría a algún lado. Salomón se volvió a tender en el piso, la túnica desparramada sobre el suelo cristalizado. El taumaturgo se resistió por unos segundos, a veces dolía dejar entrar a la deidad pero de un momento a otro el dolor terminaba por ceder y sólo quedaba la sensación de estar flotando en el vacío.  

—¿Cómo podríamos no involucrarnos, Su Majestad?— interrogó Salomón y esperó por la respuesta del árbol. 

—Mi querido Salomón, que no se nuble tu juicio— advirtió el dios mientras la oscuridad se dilataba a su alrededor—. Los extranjeros son necios y vanidosos, buscan su destrucción desde que entraron a Valdavia —explicó y reinó el silencio.   

—Su condena no hará a Erisdot un mejor lugar y salirnos de este conflicto nos sacará de la mesa de disputa en el gran consejo de Ushmar —se atrevió a decir el taumaturgo. 

—Te recuerdo que has ido en contra de mi voluntad al meter a los moradores en el consejo, mi pueblo no debería tener contacto con los hombres de mar —Salomón asintió.  

—Son sus tierras, Su Majestad —alegó él.  

—Y lo seguirán siendo cuando se destruyan entre sí —aceptó el dios.  

Salomón se encontró levantado en medio de la cámara principal. La bóveda estaba iluminada, algo que solo ocurría cuando Eydileggingun se molestaba. El taumaturgo estaba abrumado por los colores, la manera en que el púrpura se fundía impetuosamente con el negro de las ramas del árbol, como si ellas consumieran toda la luz que los cristales eran capaces de reflejar. En cualquier momento el dios terminaría tragándose el sol también. Salomón vio su silueta reflejada en el suelo y sintió el pinchazo detrás de la cabeza, ese que sentía cada vez que al árbol le parecía pertinente revelar pedazos de lo que él llamaba “continuo” o Samfelld en la lengua antigua.  

Vio un sendero iluminarse por dos lunas, los colores del desierto brillaban ante el tenue resplandor de las rocas que se alzaban imponentes en el horizonte. Escuchó el leve traqueteo de una carreta, se sentía adormilado por el sonido y quiso echarse en ese mismo lugar. No había otro visto paisaje como ese, tan hermoso y al mismo tiempo tan aterrador. Le recordó a los colores de la ciudad de Oxycrom y supo que la estaba dejando atrás. Se preguntó cuándo regresaría sin recordar que todavía no se había ido.  

Tenía los ojos nublados cuando todo volvió a la normalidad. Tres taumaturgos lo recibieron con sus miradas expectantes. Nadie lo había tocado, estaba prohibido. Envuelto en sudor se levantó del suelo, sabía qué era lo que el árbol quería que hiciese pero era imposible. Los miembros del orden de Zhalejfios no podían permitirse que uno de ellos abandonara el precinto. Observó el árbol, las paredes habían perdido el brillo iracundo de antes y supo que había caído el silencio. Aún así se negó a dejar las cosas como estaban. Se postró en el suelo y comenzó a hablar en lengua arcaica, esperando a que el dios se apiadara de sus lamentos y su futuro. No hubo respuesta. Sin importar cuánto rogara, Eydileggingun había dado su veredicto y se negaba a torcer su voluntad. Derrotado y después de horas tratando de comunicarse con el árbol, Salomón se secó las lágrimas de frustración y arregló sus ropajes. Se levantó y se dirigió a la salida de la cámara. Con los ojos hinchados de tanto llorar, con las venas azules sobresalientes sobre el rostro moreno, pidió permiso para dejar el templo: <Láttum veras miger, Guded allet eydilleggur>. Las puertas se abrieron con un rugido que le recordó a la voz del dios y el taumaturgo salió molesto.  

Nadie le había preguntado la naturaleza de su visión y mucho menos el fin de aquella. Esperaba ser retenido en cualquier momento, los alumbramientos eran monitoreados como si fuera moneda extranjera. Caminó automáticamente entre los túneles que comunicaban la entrada del templo con la galería principal hecha de cristales azules. Pasó el gran salón de la fuente con el sol artificial brillando en lo alto e ignoró los pasajes hacia el balneario, el único lugar consumido por la oscuridad. Cuando llegó a la parte alta de la ciudad se encontró con el ruido de la gente y se sumió en él como si fuera lo único que le quedaba. El problema era que cada vez que cerraba los ojos podía ver el camino, sentir el traquetear del desierto, así como una nostalgia fantasmal. Pero ¿Qué haría si su dios lo mandaba a tierras lejanas? ¿Qué haría si su dios lo alejaba de lo que amaba? Terminó en una plaza, viendo los colores de los cristales que erosionaban del techo, oliendo el aire embotado de las masas que cada tres horas se postraban a adorar. ¿Cómo podía dejar todo eso atrás? Era lo único que conocía, sólo había visto el exterior alrededor de cuatro veces en toda su vida. Los miembros de la orden no debían abandonar sus tareas religiosas para subir a la parte superior al menos que el árbol lo exigiera.  

Salomón necesitaba decirle a la orden, pero no sabía qué decisión tomarían ellos. Se fue a su casa, encendió el fuego de la chimenea ante el inminente frío de la noche. Probó dos mordiscos de uno de los frutos del árbol con la boca del estómago molestándole. Cuando terminó de oscurecer arriba y el frío se asentó en las calles, Salomón escuchó los golpes en la puerta. Se levantó de su asiento y fue a abrirla, encontró a dos de los miembros más jóvenes de la orden parados, mudos. Percibió el miedo en sus ojos, a los pobres los habían echado a buscar a uno de los miembros más viejos de la orden. El taumaturgo levantó una ceja, expectante, y los siguió sin siquiera intercambiar palabra. Salomón los conocía de las clases de doctrina, eran buenos estudiantes, pero tan torpes que no necesitaba de su don de premonición para saber que estaban a un estornudo de causar un accidente en las ceremonias de año nuevo, año viejo y peregrinación.           

El trayecto se hizo corto, más de lo que él esperaba. Sus pasos resonaban contra los cristales, mientras la humedad se le metía a través de la túnica. Llegó hasta el salón principal del templo, a un lado de la cámara central. Los dos aprendices lo escoltaron hasta unas escaleras que comunicaban con la galería del consejo. Subió con parsimonia, sin deseos de que el camino acabara. Por alguna razón dicha habitación era la única que fundía todos los colores del desierto, no sólo el morado característico del templo. Por ser un área tan retirada del sol el brillo de las paredes era tenue y apenas logró divisar las figuras de los siete taumaturgos principales, hombres casi tan viejos como la ciudad de Kumet. Esperó a que hablaran pero el silencio se le había fundido en los oídos. Después de dos minutos uno de los jefes de la orden pronunció palabra en la lengua arcaica.  

—Elstier Salomón —éste bajó la cabeza—. ¿Qué tiene que comunicarnos?—. interrogaron directamente.  

—He tenido una visión —admitió el taumaturgo—. Eydileggingun me ha llamado a las tierras que se esconden más allá del desierto —los siete ancianos asintieron al mismo tiempo y dos minutos más pasaron. 

—Las tierras de Valdavia sólo traen penurias a esta casa ¿Por qué Eydileggingun, el que nutre la tierra, lo mandaría hacia allá? —preguntó uno a la izquierda. Salomón tragó hondo y apretó los dientes. 

—Me preocupa cómo el conflicto entre Naxacord y Biacaram puedan afectar Erisdot —pudo escuchar el descontento entre los jefes.  

—Salomón —bramaron los siete al mismo tiempo—. Este consejo ha tolerado mucho tiempo su impertinencia —comenzó uno—. Discutir asuntos de estado con el dios siempre ha estado fuera de su alcance, ese no es su trabajo —agregó un segundo. 

—No se confundan —cortó Salomón—. Conozco cuál es mi trabajo —los siete ancianos se detuvieron, molestos—. Y he estado haciéndolo el tiempo suficiente como para saber las consecuencias de mis acciones —espetó—. las asumiré en cuanto regrese, este viaje ocurrirá con su autorización o sin ella —Salomón escuchó el suspiro colectivo y esperó por lo peor.  

—Está bien —aceptaron a unísono—. Tendrá dos semanas para ir y volver, así como dos taumaturgos de escolta —Salomón asintió con el corazón bombeándole en el pecho.   

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