Uthkod

Uthkod

Recuerdo el primer día que la vi. Estaba ella en medio de una procesión, con el velo sobre el rostro y el vestido arrastrándose por el suelo arenoso de la calle principal del pueblo. Tenía yo nueve años y aunque había escuchado a mi madre decir su nombre hasta el cansancio nunca pensé que aquella figura de manos pálidas y ojos tan negros como el vacío mismo fuera  quien todos temían. Se decía de ella que tenía más de mil años y que era la última de los suyos. Sola en el mundo se había ido a refugiar a nuestro pueblo. No obstante, era conocido que aún recibía heraldos de cualquier tipo de monarca pues no tenía problemas en opinar sobre la política de otros reinos. Muchos reyes quisieron llevársela pero siempre se negó pues decía que su lugar era entre nosotros y su único propósito protegernos. Más de una vez me pregunté qué veía ella en nosotros a través de esos ojos de botones.   

Ese mismo día, sumergido en el sonido de los tambores ceremoniales que conferían a la marcha de aquella extraña mujer cierto aire místico, le dije a mi madre que algún día entraría a la orden de séquitos que protegía la vida de la única persona en todo el pueblo que no necesitaba protección. Ella me miró con ojos comprensivos y misericordiosos, como si supiera lo que habría de pasar años después, mas no respondió, sólo asintió con la cabeza y al día siguiente me acompañó a la última casa dentro de nuestras fronteras. Era grande, de trazos simples y con un portal de madera que crujía al sólo pensar en ella. Tenía un ambiente tétrico, desolado, sin importar que allí convivieran varias personas. Mi madre me asió de la mano con nerviosismo y tocó a la puerta. Minutos después nos atendía un señor de ojos suaves y gestos pausados que me miró con los labios apretados y las manos entrelazadas a la altura del pecho. Tenía la vestimenta típica de aquellos que servían a la Uthkod, una túnica blanca con bordados verdes y dorados en el centro. Mientras mi madre relataba mi impresión del día anterior el hombre asentía continuamente, cuando terminó tragué hondo y esperé por el resultado. Hubo una pausa, un silencio capaz de atravesarme en aquel mismo momento y después el séquito habló. <<es muy joven todavía, Sra. Denisse>> mi madre asintió con la cabeza y se dispuso a retirarse después de ofrecerle palabras de disculpa. No obstante, yo me negué rotundamente. Nadie me movería de aquel lugar hasta que me aseguraran que algún día serviría a la mujer que se escondía detrás del velo. Fueron sin duda las doce horas más largas de mi vida. Regresé a mi casa con una cinta negra en la muñeca, según el séquito sólo debía presentarla ante él cuando cumpliera doce años y él mismo se encargaría de mi educación.  

Los tres años que siguieron a mi primer encuentro con la Uthkod se consumieron rápidamente. Un día tenía nueve y al otro estaba parado, esta vez solo, frente a la casa de ambiente desolado. Me abrió la puerta el mismo hombre, Zalor, con los mismo ojos suaves de hacía tres años. Dejó escapar una media sonrisa y me hizo pasar al interior del lugar. Por dentro era tan tétrico como por fuera, todo estaba hecho de madera y crujía al pasar. Me dejó en una pequeña salita, frente a una mesita de café hecha del mismo material que el suelo y las paredes. Me pregunté si me tocaría vivir allí y si a quien había ido a servir se encontraría entre esos muros. El hombre regresó con dos tazas con un líquido espeso y oscuro, me ofreció uno y lo acepté sólo por educación. Me indicó que me sentara en el sillón que había detrás de mí y obedecí casi derramando la taza sobre mí.  

—Dime, Jafet ¿Por qué quieres unirte a esta casa?— preguntó después de tomar el primer sorbo. Lo imité por cortesía y el líquido me bajó por la garganta amargamente.  

—Quiero servir a la Uthkod— respondí sin dudarlo pero el hombre sólo soltó una carcajada.  

—Todos en este pueblo quieren servirle— Zalor aseguró con calma y bebió otro poco, lo volví a imitar.  

—Quiero protegerla— aclaré con toda la valentía que un niño de doce años podía tener. 

—Antes de seguir por ese camino— comenzó él —¿Qué sabes de ella? ¿Qué es lo que has escuchado?— interrogó. 

—Es vieja, señor— dije primeramente —tiene más de mil años y todos los reyes quieren que trabaje para ellos— el séquito asintió.  

—¿Trabaje haciendo qué?— preguntó con una ceja en alto.  

—Todo el mundo supone que como estratega, consejera. Alguien tan vieja debe ser muy sabia— apunté yo con mi más estúpida inocencia.  

—¿Qué sabes de los Uthkod, Jafet?— volvió a preguntar. 

—De los Uthkod…— me detuve allí contemplado la sonrisa de suficiencia en mi interlocutor.  

—¿Por qué crees que recibe ese título?— inquirió. Yo negué con la cabeza —Antes de que este pueblo fuese fundado todavía quedaban varios de los suyos. Eran una tribu de gente antigua que había, básicamente, visto nuestro mundo nacer. Pero la gente, Jafet, se cansa de vivir después de un tiempo. Se vuelven temerarios pensando que nada les puede ocurrir pero a todos por igual nos llega la muerte, antes o después. Poco a poco los Uthkod fueron desapareciendo, ya fuese por apatía o por guerra uno a uno murió. Sólo queda ella y los reyes que mandan sus mensajeros para acá no lo hacen buscando consejo, o por lo menos no todos. Quieren herederos con sangre de Uthkod— la boca me supo amarga, pensar que esa era su vida me entristecía el corazón.          

—¿Por qué dejan pasar a los mensajeros?— interrogué —¿Por qué no los matan?— el séquito se levantó con los ojos llenos de asombro. 

—A eso más o menos quería llegar— Me hizo señas de que terminara con la taza y lo siguiera. Me tomé lo que quedaba de un solo trago y me encaminé detrás de él —¿Quién te dijo que nosotros protegemos a la Uthkod?— nos adentramos por un pasillo, la casa era tan oscura como tétrica.   

—¿No es así?— pregunté asombrado. 

—Creo que es momento de que la conozcas— fue lo único que respondió y llegamos al final del corredor, frente a una puerta de acero. Quise tocarla pero no parecía una buena opción. Esta se abrió sin que el hombre la tocara. Se deslizó hacia adentró con un resoplido que olía a humedad y tierra.  

—Cuidado al bajar— fue lo único que me advirtió el séquito y pude ver unas escaleras de piedra que se sumergían en la oscuridad de aquel sótano.  

Estaba seguro de que Zalor podía escuchar mi corazón desde donde se encontraba pero si así fue nunca hizo referencia a ello. Mientras avanzábamos el ambiente se espesaba cada vez más y la oscuridad se aligeraba al punto en que podía distinguir mis extremidades delante de mí. Escuché su voz por primera vez esa mañana, estaba cantando una canción tan vieja como nuestra civilización. Se había despojado del velo que le cubría el rostro el día de la procesión y su cabello negro y enmarañado caía libre alrededor de ella. Nunca esperé encontrarme con ese rostro. Todos decían que era tan anciana como el tiempo y todos nos imaginábamos a una abuelita detrás de la tela. Sin embargo, nunca encontré en ella una sola arruga que demostrara aquella vejez que le salía por la boca, el único testimonio de que había vivido por más tiempo de lo que yo jamás lograría vivir.   

La música que salía de sus labios cesó en el momento en que sus ojos encontraron mi rostro. Se quedó inmóvil, viendo el vacío, con el iris fundiéndose en varios colores. Fue la primera vez que la vi experimentar una visión. Después de varios segundos pestañeó confundida y me dedicó una sonrisa apenas visible en la comisura de sus labios. Después de eso, la primera lágrima se escurrió por su mejilla hasta perderse en su cuello. Zalor se acercó a ella sin ningún tipo de reparo y la abrazó como si fuese su padre. Ella le susurró algo en un idioma que no era capaz de entender y él la liberó de su agarre para volver a mí.  

—Jafet, ella es Aurora— dijo el séquito —A ella es a quien servirás de ahora en adelante— asentí con la cabeza tan fuerte como me lo permitió el cuello. Ella me extendió la mano y por un segundo dudé si estrecharla o no, al final lo hice por curiosidad.  

—Es un placer, Jafet— dijo ella con la misma tristeza que le había quedado en los ojos después de su visión. Me preguntaba qué había visto.  

—Aurora, querida. Jafet vino aquí hace tres años ¿Lo recuerdas?— ella asintió sin quitarme los ojos de encima.  

—El niño de la procesión— dijo suavemente —El hijo de Denisse. 

—Exactamente— aceptó el hombre —Nunca había visto tanta motivación en un niño tan pequeño y ahora que han pasado tres años no parece que hubiese cambiado en absoluto.    

—Dime, Jafet ¿Te ha costado mucho despedirte de tu madre?— no respondí.  

Había ido a esa casa buscando algo que ni siquiera entendía, como un deseo que se prendía de mis entrañas consumiéndome poco a poco. En mi mente no estaba la incertidumbre de volver a ver o no a mi familia, sólo la implacable fuerza que me empujaba hacia esas paredes, hacia ella y sus ojos de botones. Era como si hubiera nacido para estar allí, como si supiera con cada parte de mi ser que sería miserable en cualquier otro lugar. Ella asintió con la cabeza y me regaló una mueca sobre los labios, una que aprendería a reconocer sólo en ella y que provenía de haber visto el mundo nacer, así como cada una de sus incertidumbres y desdichas. Esa fue la primera vez que me pregunté cuál era el peso que cargaba sobre sus hombros y si algún día lo entendería por completo.  

En un principio mi convivencia con Aurora se redujo a dos horas todas las tardes, dos horas en las que nos sentábamos uno al frente del otro bebiendo la misma mezcla espesa y arenosa que me había servido Zalor aquel primer día. La mayoría de las veces no decíamos palabras, yo no sabía qué decir y para ella no era necesario que yo hablara. Debía yo parecerle un libro abierto después de haber pasado tanto tiempo con otros humanos. Sin embargo, el silencio que nos rodeaba era mejor que todo el ruido que se esparcía por aquella casa con aire desolado y alma de huracán. El resto de mis días transcurría lleno de libros, clases, lenguas antiguas, música. Mi trabajo como parte de la orden no era, como yo creía, proteger a Aurora de otras personas, eso lo hacía bastante bien por sí sola, sino de sí misma. Ser la última de tu especie, sola en un mundo tan grande y despoblado, podía convertirse en una miseria. Ella quería compañía, era todo lo que pedía a cambio de protegernos.  

Poco a poco su nombre se convirtió en mi nombre favorito y su voz, que escuchaba menos de lo que se esperaba para alguien a quien veía a diario, en lo mejor de mis días. Aurora era mi mejor amiga, mi única amiga, y no esperaba algo más. Una vez al año, por las fechas de mi natividad, podía salir de la casa y visitar el hogar que ya no se sentía como mi hogar. Con la edad de quince años ya entendía que uno no era cuatro paredes así como el mío ya no era esa casa de tablones desvaídos y ruidos agobiantes. Por las noches de las visitas me despertaba a media noche o a principios de la madrugada y vagabundeaba en la oscuridad buscando la figura de Aurora en los rincones de las habitaciones. Me sentí siempre como un ingrato por regresar a casa de mis padres y a los cinco minutos desear volver junto a la orden. Sin embargo, mi madre lo entendió siempre. Con sus ojos comprensivos y sus maneras de mujer de alta sociedad de otros tiempos me decía siempre lo mismo: “Este no es tu lugar, querido mío”. Yo le respondía que yo regresaría aunque no lo fuese. Pero los días siempre acababan y yo volvía con cara de alivio a aquella casona desolada llena de gente. Siempre con la esperanza de ver de primero aquel rostro, aquella mueca triste en los labios y aquellos ojos de botones oscuros como el vacío. Pero nunca era así, nunca sería así.  

Tenía yo diecisiete años cuando Zalor falleció. Era un hombre viejo, más de lo que aparentaba. Fue la primera y única vez que la vi a ella llorar. Por lo bajo, lágrimas doradas de verdadero dolor. Fue ese día que entendí cuán poderosa era pues con el resonar de su llanto las paredes temblaban, el polvo se detenía estático a mitad de camino entre el techo y el suelo. A su lado era como si el tiempo se distorsionara y su pena se pudiese palpar con los huesos. Quería poder hacer algo, pero ese hombre de maneras pausadas y amables había sido su mejor amigo desde hacía más de noventa años. Ella había intentado detener lo inevitable, que Zalor muriese, que Zalor fuese consumido por lo que nosotros llamábamos vejez. No obstante, nada es suficientemente poderoso para vencer al tiempo y ella lo sabía. Lo entendía con cada arruga nueva que aparecía en su rostro, con cada dolor y achaque nuevo que surgía en el interior del anciano. Nadie en el pueblo se enteró de la muerte del séquito, ya nadie sabía quién era pues el destino de todo aquel que vivía en esa casa era ser olvidados por el mundo para ser recordado por la Uthkod. Pero qué importaba si la memoria de ellos era imposiblemente efímera cuando la de Aurora era infinitamente imposible. Ese día fue además el día en que entendí que en algún punto estaría yo en una pira funeraria, siendo llorado por ella, fundiéndome en un recuerdo que tal vez sí o tal vez no la perseguiría por el resto de su vida. Me pregunté, también, si tendría el mismo impacto que el viejo Zalor. Si sus lágrimas brillarían de la misma manera, si su dolor congelaría el tiempo a su alrededor como lo hacía en ese momento.     

Si el lugar se sentía desolado antes, desde entonces la pesadez del ambiente reinó entre nosotros. La incertidumbre de quién se haría cargo de la orden después de la muerte del que había sido el jefe por más de setenta años se cernía como una bestia. En un principio pensé que mis compañeros estarían deseosos de tomar el lugar de Zalor pero dentro de la orden había un estado de las cosas que ninguno quería alterar. Todos tenían años ejerciendo ciertas labores y cambiarlas era alterar el estado de perpetua armonía que el anciano había establecido con bastante ahínco. El punto no era ir sustituyendo puestos como una jerarquía monárquica sino más bien ir designando labores de carácter eterno. Cada miembro de la orden (que eran pocos) sabía qué haría por el resto de su vida. Me di cuenta de ello el día que Aurora me llamó a deshora y me dijo que todos dentro de la casa habían quedado establecidos desde hacía décadas (yo era el más joven con por lo menos treinta años de diferencia con el siguiente miembro) y que sin Zalor allí no podía seguir siendo un aprendiz. Creí por un segundo que mis días a su lado habían terminado y vi una vida de miseria a la puerta de su olvido. Ella explicó rápidamente que el anciano había estado esperando por mi desde hacía más de treinta años (yo no había nacido en ese entonces claro está) puesto que desde su primer infarto se había preocupado por dejar un sustituto para el puesto. Todos sus contemporáneos ya lo habían hecho y sólo quedaba él. Aurora le había respondido que no se preocupara por eso, que el próximo jefe llegaría un día de procesión tocando la puerta de la casa y con la esperanza brotando por los ojos. También le aseguró que me reconocería sin sus indicaciones. Después de mucho esperar un niño de nueve años llegó arrastrando a una pobre señora. La única opción para sustituir a Zalor que había era yo y era momento que decidiera si permanecería en la orden. Aurora me dio una semana para ir a despedirme de mi familia, después de que la decisión fuese tomada ya no habría vuelta atrás. No vacilé al decirle “Mi lugar es contigo” y por primera vez vi sorpresa en su expresión. Aquella que veía el porvenir no había anticipado mi actitud. Partí esa misma tarde, todavía no tenía dieciocho años y me despediría de mi familia por lo que sería una larguísima temporada.  

A mi regreso todos seguían tensos y en duelo. El fantasma de Zalor todavía rondaba la casa así como la memoria de Aurora. Me pregunté si podría entrar en los zapatos de alguien como él y lo extrañé en ese instante, extrañé al que había sido como un padre para mí y a quien me había dejado entrar en su hogar permitiendo que fuese el mío, entendiendo que no tenía otro lugar a donde ir. Subí a mi habitación a paso rápido, cansado, abatido y me encontré con el cuerpo de Aurora durmiendo sobre mi cama. Estaba hecha un ovillo y tenía las mejillas empapadas. Me acerqué a ella esperando no despertarla pero resultó estarlo desde antes de que mi pie pisara aquel cuarto con olor a humedad y a pintura. Se dio la vuelta en cuanto me acerqué, con la misma expresión que había puesto el primer día que escuché su voz. 

—Llegaste— dijo suavemente. 

—Te dije que regresaría— advertí —¿Qué haces aquí?— pregunté pero ignoró mis palabras, en cambio me hizo señas para que me acercara. 

—¿Recuerdas el día que viniste a quedarte con nosotros?— interrogó con la vista perdida en la inmensidad. Yo asentí —Parece que fue hace mil años y aún así fue hace tan poco tiempo— se pasó la manga del suéter por los ojos y se sentó lentamente sobre el colchón —Jafet… he visto el mundo envejecer en segundos pero tú todavía sigues aquí— tomé su mano entre las mías y la llevé hasta mis labios tratando de sostener toda su tristeza entre mis dedos.  

—Y seguiré aquí— fue mi única respuesta. Ambos sabíamos que era mentira, que mi destino era el mismo que el de Zalor, que el de mi madre, mi padre o cualquiera de los demás séquitos. No obstante, nos contentamos con aquella mentirilla, como si fuese suficiente como para ir en contra de toda ley física.  

Besé su mano una vez más y la dejé dormir. Cerré la puerta después de mí y me fui a la cocina. Encontré a Fekdis, el segundo séquito más anciano, sorbiendo una cucharada de atol. Él y yo casi nunca hablábamos, en realidad hasta la fecha mis interacciones con el resto de la orden era mínimos. Ahora que debía de encargarme de suceder a Zalor debía estar dispuesto a reunirme más seguido con el resto de las personas en esa casa. Lo saludé con la voz apagada y él me devolvió el mismo saludo. Ese parecía ser la única emoción en aquel lugar, Después de pasar diez minutos sentados uno al lado del otro el séquito me miró lánguidamente y dejó ver una mueca empática en sus labios.  

—¿Ya la Uthkod te ha dicho que sucederás a Zalor?— interrogó el anciano. Asentí con la cabeza —Ustedes dos se parecen— comentó después de otro incómodo silencio —Tal vez es por eso que ella te ha escogido— alcé ambas cejas en señal de sorpresa —Le recordarás al viejo Zalor como éste le recordó al que lo precedió— sus palabras me supieron amargas, como si fuéramos figuras que reemplazar cuando se dañasen pero debía de haber algo de verdad en ellas. Para alguien que es prácticamente inmortal debemos ser todos iguales.  

—¿No es ese el destino de todos nosotros?— pregunté —recordarle a ella a las personas que ha perdido— aclaré.  

—Algunos en más medida que otros— contestó —Tu caso, el de Zalor, es diferente— terminó de sorber su comida —La Uthkod confía en ustedes, en ti ahora, más que en cualquier otra persona de la orden— Tomó la taza y la dejó en el lavadero —Nadie aquí desea estar en tu posición, Jafet. El precio por jugar a ser inmortal es demasiado alto— dijo y salió de la cocina con el mismo paso lento y altivo que solía caracterizarlo.  

No regresé a mi habitación ni siquiera cuando ya era demasiado tarde y estaba tan cansado que me costaba estar sentado a la mesa de la cocina. Las palabras de Fekdis rondaron por mi cabeza hasta que ya no pude sostener un solo pensamiento y me quedé dormido con la mitad del cuerpo en la mesa. Hubiera deseado soñar esa noche, procesar lo que estaba pasando pero me fue imposible augurar algo que no fuese negrura y oscuridad. Desperté en el suelo y lo primero que vi al abrir los ojos fue la túnica de encaje negro de Aurora arrastrarse por el suelo. Me sorprendió encontrármela en la cocina, casi nunca salía del área de los dormitorios o de la biblioteca. Di un respingo al caer en cuenta que era ella y no alguien más y me levanté de un salto que hizo que mi cabeza rebotara contra el borde de la mesa. Ella me miró sorprendida y se acercó en silencio sosteniéndome la cabeza entre sus manos. Me preguntaba si así se sentía jugar a ser inmortal o simplemente era otra cosa que se apoderaba de mi sin siquiera entender qué ocurría. 

—No quise asustarte— apuntó pausadamente —pero es tarde y tenemos que hablar— tragué hondo expectante —Es sobre Zalor, sobre lo que él hacía dentro de la orden— asentí todavía con el dolor martilleándome la cabeza.  

—Estoy bien, no pasa nada— me levanté esta vez cuidando de no tropezar con nada y caminamos hasta la biblioteca.  

—¿Sí entiendes lo que va a cambiar de ahora en adelante?— interrogó una vez que ambos estuvimos sentados.  

—Seré yo quien coordine tu contacto con el exterior, quien coma contigo, quien lea contigo, quien hable contigo— ella asintió. Tenía esa mirada de tristeza irrevocable que le había visto la primera vez. 

—¿Entiendes por qué lo harás tú y no nadie más?— dijo en un murmullo y comprendí lo poco que sabía de ella.  ¿Qué me había hecho creer que después de casi seis años la entendía por completo? Como si un par de horas a la semana en completo silencio pudieran abarcar los cientos de años que ella ya había contemplado.  

—Zalor me escogió— contesté sin una pizca de seguridad.  

—Cuando el mundo era joven, tu mundo— comenzó —habían muchos de los míos, cientos de mi clase que podían hacer cosas hasta diez veces más extraordinarias de lo que yo puedo hacer— extendió su mano en el aire y pude sentir el aire espesarse —Dime, Jafet ¿Sabes qué es lo yo puedo hacer?— no respondí temiendo pecar de ignorante —Existían tres tipos de Uthkod cuando yo era joven: Los que podían controlar la materia, los que podían transformarla y los que podían entenderla— perdí el contacto con sus ojos en ese instante mientras ella desviaba la mirada por el salón —Yo pertenezco a la tercera clase, entiendo la materia y por tanto los entiendo a ustedes, puedo saber lo que piensan y puedo saber cuál es el orden de la cosas incluso antes de que pasen. Mi lazo con ustedes y con su mundo es empático y aunque es incluso más poderoso que cualquier otro que existe es también más peligroso— soltó un leve suspiro antes de continuar —antes era más fácil, sólo tenía que encontrar a otro uthkod de mi clase y formar un vínculo, encontrar a alguien que me entendiese, pero era demasiado joven cuando todos los que entendían lo que se sentía necesitar una conexión murieron— los muebles a nuestro alrededor empezaron a temblar, era toda la energía que ella ya no podía controlar —Después, poco a poco, empezaron a cazar al resto y aunque eran poderosos también eran ingenuos, presuntuosos, engreídos y ciegos— la primera lágrima rodó y supe que no era la primera vez que contaba esa historia ni tampoco la primera que lloraba mientras lo hacía —Pude haberme quedado, luchar por ellos pero en cambio huí al único lugar que podría recordarme a mi hogar— se secó las mejillas —Antes de que yo naciera uno de mi especie vino para acá y se enamoró de una muchacha, se casaron y tuvieron doce hijos, todos con sangre de uthkod— la observé sorprendido y me acerqué a ella, Aurora no se movió pero su postura estaba tensa —El uthkod murió de tristeza cuando así lo hizo su esposa. Los hijos, que eran mitad uthkod tuvieron hijos y esos hijos más hijos. Cada vez más humanos, cada vez menos como yo. Pero no hay otro lugar en el mundo en el que pueda encontrar así sea ese cinco por ciento de uthkod que llevan ustedes en la sangre. Ustedes son mi hogar, sólo con ustedes puedo evitar volverme loca— vi vergüenza en su rostro pero también agradecimiento —Zalor llegó como tú hasta esta casa, buscando un hogar. Sin embargo, siempre tuvo la posibilidad de encontrarlo en cualquier otra parte. Fui yo quien lo hizo quedarse y después de que sus hermanos murieron ya no tuvo a donde ir. Todos los días me arrepiento de haber buscado su compañía, de arrebatarle la vida que pudo haber tenido si no fuese por mi y por esta orden— sus manos estaban empuñadas, agarré las suyas entra las mías y ella dejó escapar un suspiro.  

—Yo no tengo a donde ir, Aurora— le aclaré y ella me dedicó la misma mueca sobre los labios —Sé que tú lo sabes, que lo viste el día en que Zalor nos presentó o incluso desde antes— podía sentir su corazón latir en las palmas de mis manos —Yo no soy Zalor, nunca seré él— ella negó con la cabeza. 

—Jamás desearía que fueses él— agregó en un murmullo. 

—Necesito estar aquí y tú necesitas que yo lo esté, pudiste haber escogido a cualquiera de los otros séquitos pero ninguno de ellos siente lo que yo siento, ninguno de ellos es tan uthkod como yo o como Zalor— dije mientras entendía cuál era mi propósito. Ella asintió con la cabeza lentamente —Entonces no me digas que me marche porque no lo voy a hacer— otra vez la misma cara de sorpresa.  

—No lo haré— respondió.  

A partir de ese día Aurora y yo fuimos inseparables. El silencio seguía siendo nuestro lugar favorito y aunque había mil temas de conversación siempre estábamos más cómodos dentro de ese espacio vacío. Por mucho tiempo no tuve que lidiar con molestos mensajeros de reyes que deseaban tomarla por esposa pero después de diez años de ausencia llegó el primer heraldo. Éste venía de las tierras al noroeste de nuestro pueblo y tenía un mentón altivo y molesto. Llegó un día donde el calor se comía la madera de la casa y nos zumbaban los oídos por el vapor. Abrí la puerta después de escuchar los primeros incesantes golpeteos y me encontré con su porte y su persona. Demandó ver a la uthkod y tuve que contenerme para no golpear su arrogancia. Le dije que volviera al siguiente día, que ya las horas visitan habían terminado pero se negó a obedecerme. Como séquito de la orden no solía usar armas y me arrepentí de no haber tomado esas medidas. El hombre se dejó pasar a sí mismo y revisó el lugar, no había nadie, sólo yo, el resto estaba abajo en la biblioteca o atrás en el huerto. Le pedí que se retirara pero se negó a irse hasta hablar con el jefe de la orden. Casi se le cae el rostro al decirle que era yo quien lideraba la orden de séquitos y le enseñé la salida con un dedo. Se fue antes de que pudiera sacarlo a patadas y me dijo que regresaría al día siguiente. Después de ese encuentro no deseaba que llegara el día siguiente o que volviera.  

Ese no fue el único mensajero que llegó a nuestra puerta. En los diez años que siguieron a ese encuentro por lo menos uno se presentaba al mes. Aprendí a manejarlos por petición de Aurora que temía lo que ocurriese si alguno se sentía ofendido. Muchas veces nos despertó a todos a causa de sus pesadillas. La casa retumbaba hasta que el grito se escapaba de su garganta y finalmente despertaba. Siempre era la misma, una guerra se acercaba y ella no podía evitarlo. Me pregunté si era un miedo o un augurio pero no tenía la fuerza para preguntarle. Yo la ayudaba a dormirse, le acariciaba el cabello hasta que se sumía en un sueño profundo y después volvía a mi habitación pero esta vez era yo quien soñaba cosas horribles. Aurora solía decirme que la dejara dormirse sola, que la dejara calmarse por su cuenta porque todo lo que estaba haciendo era llevarme sus miedos a dormir conmigo. Yo prefería eso a volverla escuchar gritar y ver esa expresión de miedo.  

Con el tiempo empecé a temer por el futuro del pueblo con el mismo fervor que ella. Tal vez esa fue la razón por la que lo dejé entrar a él.  

Llegó muy temprano por la mañana, con una escolta tan grande que nadie se atrevería a hacerle frente. Tocó a la puerta sin apuro y cuando lo vi a los ojos me di cuenta. Era de los suyos, era un Uthkod. La llamó por su nombre y me llenó de rabia, nadie la llamaba así. Habló de ella como si la conociera, más que yo, más que nadie en el mundo. Sin embargo, no pude decirle que se fuese. Él era la respuesta que Aurora había estado buscando y yo no podía negarle esa oportunidad. La mandé a llamar sin reparo, no me importó la hora, no me importó que tal vez ese fuese el final de la orden. Nunca antes lo había hecho, los invitados bajaban a verla no al revés. Ella llegó arrebolada, con una manta puesta sobre los hombros y no tuvo que preguntar para saber quién era él.  

—Josué— exclamó ella al verlo —No podía verte— agregó y comenzó a llorar. Él la abrazó con toda la naturalidad del mundo —Pensé que estabas muerto— él trató de calmarla pero nada evitaba que ella siguiera sollozando. 

—¿Por qué te fuiste? ¿Qué fue lo que viste?— interrogó cuando ella estuvo un poco más calmada.  

—Los vi a todos muertos y cada vez que trataba de encontrar otra posibilidad no la encontraba— explicó —¿Cómo sobreviviste? 

—Petición del rey— respondió —Quería herederos con mi sangre— Ella tomó su mano sin reparo, nunca la había visto ser tan libre como en ese momento. 

—Lo siento mucho— le respondió. Él mandó a salir a su escolta mientras ella me pedía que los dejara solos por un rato.  

Así lo hice, esperé en la biblioteca hasta que Aurora entró, sola y con la mueca en los labios. Temí por las palabras que efectivamente salieron de su boca. 

—Parto a primera hora de la mañana, Jafet— le devolví la mueca y apreté los labios evaluando qué decir —No me mires así, les estoy devolviendo su libertad— se excusó.  

—¿De qué me valdrá mi libertad si me estás partiendo el corazón?— solté amargamente.  

—No digas esas cosas— suplicó. 

—¿Qué es lo que esperabas, Aurora?— repliqué —¿Qué clase de libertad es esa donde me dejas varado en medio de esta oscuridad? No me malinterpretes, entiendo que él llegue y te lances a sus brazos… 

—No me estoy lanzado a sus brazos, Jafet— bramó molesta —¿Qué es lo que quieres de mi? Lo que sea que me pidas no te lo puedo dar. 

—Déjame quedarme contigo— dije casi sin voz —Así no me quieras tanto como yo te quiero, así yo sea un simple humano, déjame estar a tu lado— ella negó con la cabeza.  

—No puedo hacer eso, no puedo dejar que se te pase la vida esperándome— se acercó a mí —Vive tu vida, ten una familia, ten hijos, esposa…— sus manos en mi rostro. 

—No necesito esas cosas… 

—¡Claro que sí! Ustedes siempre las necesitan— la primera lágrima rodó —Y son cosas que yo no puedo darte— en un principió pensé que se refería a que no podría corresponderme y luego lo entendí, la única razón por la que estaba sola, la única razón por la que seguía entre nosotros. La uthkod no podía tener hijos.     

—Aurora— mascullé y ella trató de esquivarme pero me planté entre la puerta y su cuerpo —Aurora, mírame— estaba llorando pero el ambiente no estaba tenso —¿Serás feliz yéndote de aquí, con él? ¿Dejándome?— abrió la boca para responder pero no pudo —Si tu respuesta es sí entonces no me opondré pero si tu respuesta es no entonces no hay manera de que salgas de esta casa— le advertí —Si me dejas porque crees que no soy feliz a tu lado déjame decirte que estás equivocada, no necesito tener una familia grande cuando tú eres mi hogar— finalmente se dignó a mirarme y en eso escuché los aplausos de él. 

—Todo un discurso ese que has dado— ladeó una sonrisa con sorna.  

—Josué, por favor— gruñó ella. 

—No me digas que te lo tomas en serio, a un humano— se cruzó de brazos. 

—No te metas en esto— le advirtió ella. Otra vez esa persona que me resultaba totalmente desconocida aparecía en escena. 

—Claro que me meto en esto ¿Sabes cuánto tiempo me tomó encontrarte para que hagas una estupidez como nuestro padre y te vayas detrás de un humano?— la verdad me pegó en la cara como un puño cerrado.  

—Nuestro padre encontró una buena razón para morir ¿Sabes cuán difícil es eso?— le espetó ella.  

—Aurora, no estamos hechos para morir, para nosotros no hay nada después de la muerte, lo único que tenemos es esto y no dejaré que lo sacrifiques por un muchacho— no sabía si sentirme ofendido o alagado.  

—Es hora de que te vaya, Josué— advirtió ella con los ojos iluminados.  

—No me iré sin ti, hermanita— otra vez esa sonrisa de suficiencia.  

—No te lo voy a decir dos veces. No me arrastrarás a donde no quiero ir— amenazó.  

—Aurora, entra en razón él no vale la pena— argumentó en posición de defensa.  

—¿Quién eres tú para decidirlo? Deberías entenderlo, has vivido más que yo y sabes que después de un tiempo y entre nuestra soledad no queda nada por lo qué vivir— la casa comenzó a temblar.  

—¿Cuánto quieres vivir? Dime ¿Cuánto tiempo le queda a tu preciada mascota?— se burló sin piedad. 

Cuando Aurora me había dicho que entendía la materia no comprendí del todo a qué se refería. En ese instante, mientras el cuerpo de su hermano se levantaba contorsionado haciendo la voluntad de la mujer entendí que sus habilidades eran sólo una combinación de las otras dos y que al comprender cómo funcionaba el universo y sus componentes podías manipularlo. Aurora expulsó a Josué por la puerta hacia la superficie y se movió lentamente como poseída por el poder que le circulaba por las venas. La seguí más preocupado por ella que por él. Sus ojos de botones estaban incluso más oscuros de lo normal y tuve que agarrar su mano para calmarla. Creyendo que el otro uthkod estaba casi muerto la abracé para tranquilizarla y fue allí que sentí el dolor más agonizante que alguna vez experimenté. Cada célula en mi cuerpo quería desprenderse y perdí la visión por todo lo que duró el ataque. Poco a poco mis músculos y mis articulaciones se desprendieron como si trataran de desmembrarme desde adentro. Perdí el conocimiento en algún punto y me hundí en una negrura indescriptible. 

Al despertar Aurora estaba llorando sangre junto a mí y el cuerpo de su hermano se arrastraba despedazado hacia la salida. Estaba vivo pero al mismo tiempo no parecía así. La sentí componerme fibra a fibra, como si fuera un muñeco de trapo deshilachado que trataran de arreglar. El llanto de Aurora inundaba la habitación y los demás séquitos observaban la escena sin palabra alguna. Cuando recobré la compostura pude respirar nuevamente. No estaba siendo sanado sino resucitado. Escupí sangre negra y ella me abrazó ya sin fuerzas. No me soltó hasta que le aseguré que ya estaba bien, una y otra vez.  

La orden se deshizo ese día pero ni Aurora ni yo nos fuimos del pueblo. Seguimos viviendo en aquella casona triste y despoblada pero me gusta pensar que desde ese entonces ya no emite el mismo tipo de sentimientos. Ahora soy un hombre viejo y aunque ella y yo nunca pudimos tener hijos su amor me ha bastado durante cualquier adversidad. De Josué no supe más puesto que Aurora se negó a compartir conmigo lo sucedido en los minutos de mi muerte. Hay días en los que la siento cansada y me pregunto si he sido un buen esposo para ella y si ha valido la pena renunciar a la inmortalidad por un muchacho tonto como yo.  

Ella siempre responde que sí.  

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