Salomón y Eydileggingun

Salomón y Eydileggingun

Parte III

El viaje duró tres días, lo que les duró el alimento. Y una vez llegaron a la capital del conflicto los días en los que la noche se cubría de estrellas quedaron atrás. Demasiados edificios para poder ver el firmamento, demasiada gente para poder escuchar la oscuridad de la noche. Las calles estaban hechas de piedra, así como todas las estructuras que se erguían imponentes. Los transeúntes vestían cualquier tipo de ropas extravagantes siendo las mujeres las más pomposas con pequeñas excepciones. Sus trajes eran capas y capas de telas, faldas hinchadas por los varios cortes y corsés apretados y reveladores. La ropa era tan colorida como el maquillaje de sus portadores (hombres y mujeres por igual). Caballeros con pelucas y rostros empolvados, así como con zapatos vistosos y pantalones abombados.  

<Que gente tan terriblemente pálida> se dijo mientras el aturdido grupo avanzaba y las calles se hacían menos concurridas y más silenciosas. Echó una mirada hacia lo más alto de la ciudad, su única guía hasta el palacio de Eusthoria era la elevación que separaba las partes más vulgares de la ciudad del centro y apogeo de la política. Desvió su atención y se concentró en sus dos acompañantes, la gigante bestia de Mesord se movía con la dignidad de un manipulador, mientras que la diminuta figura de Mateo luchaba por no quedarse atrás. El par había sabido llamar la atención dentro de su pueblo, allí en la gran capital de Valdavia las razones eran distintas, pero el resultado el mismo.  

El taumaturgo ignoró las muestras de curiosidad y falta de educación que les dedicaban al pasar e insistió en seguir moviéndose hacia las murallas de Euthoria. Naxacord estaba construida como un laberinto, cada vez que pasaban una calle esta se bifurcaba en dos o tres más, dando la impresión de que no avanzaban. En más de una ocasión trataron de pedir indicaciones, pero nadie detuvo su paso para hablar con desconocidos. La ciudad se les hacía imponente y majestuosa pero también estaba bañada por un aura de desolación que Salomón sólo había visto en los ojos de los moribundos. Valdavia era un mundo completamente diferente y mientras más se movían más se daban cuenta. El lugar era precioso pero su libertad estaba marcada por la esclavitud de una vida sin fe. Tal vez por eso la orden no los dejaba abandonar Oxycrom, por la tentación de una vida sin orden y sin dirección. No obstante, Salomón lo único que deseaba era regresar al refugio del árbol.  

La entrada al palacio de Euthoria estaba rodeada por callecillas de piedras de colores y bulevares pintorescos. La exuberancia de las tiendas y los vibrantes banderines que formaban interminables guirnaldas le parecieron a Salomón un desperdicio de dinero. Jamás hubiese asumido que las calles de Naxacord serían la imagen de la austeridad, pero le costaba pensar con claridad en medio de tanta opulencia. Examinó una pareja que avanzaba por la calle, ella era un ventarrón de encajes, tul y seda, su vestido podría pagar la comida de docenas de habitantes en Oxycrom. Desvió la mirada y se concentró en sus acompañantes, nervioso por lo que cualquiera de los dos pudiese hacer.  

Después de dar un par de órdenes a la comitiva, Salomón se separó y fue al encuentro del soldado más cercano. El guardia no era mucho más alto que él, pero llevaba una espada al cinto y estaba forrado en metal de los pies a la cabeza, solo las coyunturas respiraban de la armadura.  

—Buen día, buen señor. Mi nombre es Salomón de Oxycrom, mis compañeros y yo hemos venido de muy lejos por invitación del rey —el soldado no se movió, pero se lo podía imaginar intentando distinguir algo a través de la visera de metal—. Han sido tres días de viaje desde el desierto, estamos cansados y necesitamos terminar nuestra misión para poder volver a casa ¿Podría avisar que hemos llegado? 

Silencio. Salomón se giró inquieto, si no los hacían pasar, los otros dos taumaturgos abandonarían la misión, o peor, le harían daño a la guardia y cualquier esperanza de paz quedaría olvidada. Volvió a enfrentar al soldado y carraspeó con fuerza, preparado para hablar ante él con la misma autoridad y lógica que utilizaba ante el consejo.  

—Tengo cartas del rey —dijo y se sacó el morral de los hombros.  

El guardia se subió la visera y Salomón cantó victoria internamente. Rebuscó entre varios manuscritos que había llevado consigo hasta encontrar uno de los papeles doblados y con el sello roto. Hundió el brazo hasta el codo y sacó la carta, pero antes de poder tenderle la invitación sintió el golpe del mango de la espada nublarle el juicio. Cayó al suelo con el sonido de un golpe seco, los huesos le rebotaron contra el empedrado del camino e impulsado por el instinto se giró a encarar al manipulador. <No> dijo sin aliento, prediciendo lo que ocurriría a continuación.  

Sabía que tenía una mano en alto, pero la figura de Mesord era un fogonazo de sombras. El aire se espesó a su alrededor al tiempo que oía al taumaturgo recitar palabras ya olvidadas por todos. Entonces escuchó el crujido de huesos contra metal, uno perforando al otro. Salomón pestañeó con furia, desesperado por recobrar la visión. Segundos después aparecía frente a él una bola de carne irreconocible, los huesos se habían partido con violencia y atravesaban la armadura como si de alfileres se tratase. Se volteó a encarar al manipulador, ni una pizca de arrepentimiento en sus ojos.  

—¡Eres un necio! —espetó Salomón, irguiéndose sobre el suelo—. Esto no es una cacería, Mesord.  

Como de costumbre el taumaturgo no respondió. Salomón buscó al sanador con los ojos, su diminuta figura esperaba órdenes detrás del manipulador. Sabía que, aunque fuese de los mejores no había manera de que pudiese resucitar al guardia. Hasta ellos tenían sus limitaciones.  

A lo lejos se escuchó una campanada y Salomón no supo si era una advertencia o una celebración. Sus pensamientos se movieron embotados por el pánico, no podían quedarse allí. El cadáver no le pertenecía a un noble, pero ¿Qué diría el rey si uno de los pueblos neutrales fuese descubierto asesinando soldados? Ahora la idea de una paz larga y duradera no solo le parecía difícil de conseguir, sino imposible.  

—Será mejor que nos marchemos —dijo Mesord. Su acento le pareció insoportable, un claro indicador de que solo hablaba para utilizar sus dones.  

—El consejo se enterará de esto —replicó Salomón y echó andar calle abajo.  

No se detuvo a analizarle el rostro en busca de una respuesta, pero se podía imaginar la mueca de complacencia que exhibía cuando se salía con la suya. Su escolta lo siguió a toda carrera, la gente gritaba a su alrededor mientras ellos esquivaban peatones y vendedores ambulantes. Un chillido agudo llegó hasta sus oídos, alguien debía haber encontrado la masa pulposa que era ahora el guardia. A los lejos percibió un murmullo, una mezcla de voces humanas con un traqueteo constante. Frenó a media calle al ver al primer soldado rodear la esquina. Al igual que el difunto, llevaban una coraza de metal en el pecho. El resto de sus extremidades estaban protegidas tan solo por vulgares piezas de cuero, malla y tela.  

Mesord hizo amago de hablar, pero una flecha voló zumbando hasta clavársele en el hombro. El hombre cayó al suelo gimiendo de dolor. Matías se echó sobre él e intentó sacarle el arma, pero en cuanto tocó la madera de la fecha las manos se le prendieron en fuego. Salomón se echó al suelo de rodillas, las únicas veces que había hecho eso era para presentarse al dios o al consejo. Su herejía le pesó en el cuerpo.  

—¡No nos hagan daño, por favor! El rey nos mandó a llamar, hubo un mal entendido —dijo desesperado. A su lado Matías y Mesord todavía gritaban y se retorcían de dolor.  

—Sabemos quiénes son —dijo a lo lejos una voz. El portador vestía con el mismo uniforme improvisado, coraza y prendas de cuero. Éste se abría paso entre el escuadrón—. Llegan tarde.  

Los taumaturgos fueron rodeados y apresados por varias manos enguantadas. Un par de soldados atendieron las heridas de sus acompañantes con frascos de agua clara. Salomón los observó trabajar sin entender lo que hacían, primero arrancaron la flecha y luego procedieron lavarle las manos a Matías. Mesord, sin embargo, seguía apretando la mandíbula y retorciéndose bajo los brazos que lo sostenía. Vaciaron otro frasco sobre el hombro abierto, pero antes de que pudiese abrir la vengativa boca le cubrieron las muñecas con grilletes de madera. Los gritos regresaron, pero ninguno de los soldados se inmutó. —Entenderá que buscamos la seguridad del reino —dijo el mismo hombre de antes.  

—¿Hará lo mismo con nosotros? —el soldado lo examinó con una sonrisa de complacencia.  

—Nada que temer de un vidente y un sanador ¿No es así? 

—¿Sabe quiénes somos? 

—Ya se lo había dicho antes ¿No es así? 

—Pensé… —tartamudeó y se giró a voluntad de los soldados que lo obligaban a avanzar hasta la fortaleza—. ¿Cómo sabía que veníamos hoy? 

—Su Majestad controla las compañías de transporte de aquí a los límites de Biacaram —respondió mientras cruzaban las grandes verjas de metal.  

—¿Qué hay del guardia? El muerto…  

—Una pena, pero fue un bajo precio a pagar por su estupidez.  

—¿Perder la vida considera que es bajo? —interrogó Salomón y el soldado le dirigió una sonrisa de complacencia.  

—¿En comparación con lo que un manipulador puede hacerle a alguien? —dijo y soltó una carcajada—. Se nota que su amigo solo quería salir de aquí. Si no fuese por estas los habría conseguido.  

El hombre le dio un golpecito a su carcaj de flechas y lo dejó atrás dando largas zancadas a través del patio. A diferencia de Oxycrom, donde las plantas eran escasas, el jardín real se hallaba adornado con vivaces flores de colores, arbustos frondosos y grandes árboles frutales. La tierra y el polvo se limitaba al área central, allí por donde debían pasar los carruajes y los carromatos de carga.  

—Adentro —dijo un soldado por encima de los gemidos de dolor de Mesord.  

—¿A dónde nos llevan? —interrogó Salomón y el guardia le respondió con una ceja en alto.  

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